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LOTE 37

Escuela virreinal. Cuzco. Perú. Siglo XVIII.

Estimación
8.000 € / 12.000 €

Escuela virreinal. Cuzco. Perú. Siglo XVIII.

"Virgen de la Soledad"

Óleo sobre tela.

115,5 x 77,5 cm.

 

La pintura destaca por su calidad tanto de la representación de la figura de la Virgen, como de los detalles dorados y plateados que adornan tanto su vestimenta como las cortinas a los lados. El uso de dorado y plata es particularmente notable en la escuela cuzqueña, donde estas técnicas se empleaban para realzar el carácter sagrado y monumental de las imágenes religiosas.

La Virgen se presenta con un semblante sereno pero lleno de tristeza, con las manos cruzadas sobre su pecho y una espada atravesando su corazón, un símbolo del dolor que soportó al ver el sufrimiento de su hijo. Este motivo es común en la iconografía cristiana, evocando la profecía de Simeón en el Evangelio de Lucas: “Y a ti misma una espada te atravesará el alma” (Lucas 2:35).

El fondo de la pintura está enmarcado por cortinas rojas ricamente decoradas con bordados de plata, lo que no solo añade una dimensión teatral a la escena, sino que también enmarca a la Virgen como una figura central de veneración, casi como si estuviera en un altar o escenario sagrado. Este tipo de presentación es típico del barroco andino, donde los elementos teatrales y ornamentales se combinan para crear una sensación de esplendor y sacralidad.

El uso del dorado en la vestimenta de la Virgen es característico de la escuela cuzqueña, que se distinguió por su aplicación abundante de pan de oro para crear efectos de riqueza y luminosidad. Los bordados en las cortinas no son meramente decorativos; su inclusión refuerza el estatus elevado de la Virgen y su papel central en la devoción mariana.
La presencia de candelabros y flores en la parte inferior de la composición subraya el carácter litúrgico y devocional de la imagen, sugiriendo un espacio de culto donde la Virgen es venerada con oraciones y ofrendas. Estos elementos también reflejan la influencia europea en la composición, pero adaptados a la sensibilidad y los materiales locales.

La devoción de los dolores de la Virgen fue impulsada en el siglo XIII por la orden de los Servitas. Su fiesta se remonta a 1413, en Colonia, al sustituir la celebración de la Virgen del pasmo, cuya iconografía suscitó polémicas al verla los teólogos como poco acorde con María su síncope o desmayo, y contrarrestar así el movimiento iconoclasta de los seguidores de Juan Huss.
Tres son los grandes tipos con los que los artistas figurativos expresaron hasta el siglo XVI los dolores de la Virgen: el primero corresponde a la última escena de la Pasión, en el momento de dejar su cuerpo muerto en el sepulcro. María aparece ahí acompañada de San Juan, las Marías, Nicodemo y José de Arimatea, contemplando el cadáver de su hijo.
Otro modo es contemplar a María con su hijo en el regazo, después de que fue depositado en él por los santos varones, tras desclavarlo de la cruz
Y el tercero, el más cercano al que vemos en esta obra, consiste en presenciar a María al pie de la cruz con siete puñales alusivos a sus siete dolores o con una espada sola, como recapitulación de todos.
El modo más representativo de representar esta soledad de María, es verla arrodillada, con hábito de monja y rosario, sobre un altar, ricamente coronada con ráfaga, y apretando sus manos en oración, con dos floreros, dos o más cirios, los símbolos de la pasión a sus pies y dos grandes cortinas a su espalda, que realzan el momento en ese altar fingido.
La característica más significativa en nuestra obra es que la Virgen aparece pintada como un maniquí, de cuerpo entero, pareciendo dar un primer paso para caminar.
La abundancia de estas imágenes se debió al culto que había recibido a lo largo del año, pero sobre todo, al protagonismo que cobraban durante la Cuaresma y la Semana Santa, tanto en las procesiones del Viernes Santo, como en la función del Descendimiento.